Cuando nos vamos a la tienda a comprar o usamos el sistema de transporte o estamos en el cine o realizamos cualquier actividad, siempre – en todo momento – nos estamos relacionándo con personas y clasificándolos como “me cayó bien o mal” “está muy simpático o es un prepotente”.

Tengo tres sobrinos, cuando nacieron y la primera vez que los cargue, lo primero que pensé de cada uno fue; “que serían grandes”.

De mi sobrino Andrés pensé que “me haría reír” ahora ya está grande y veo cualidades en él que son buenas como que le gusta la fotografía, el fútbol, la música y lo que pienso es que “va hacer un gran futbolista o un buen fotógrafo o un gran compositor” pienso que hay que guiarlo.

Al nacer mi segundo sobrino pensé “será una estrella” y tiene algunos meses de nacido sigue brillando y mientras crece tengo que ver qué le gusta.

Cuando nació mi tercer sobrino, que también tienen pocos meses de edad lo que pensé fue “será un gran adorador” igual hay que ver con el tiempo qué le gusta.

¿Cuándo conocemos a alguien cuál es nuestro primer pensamiento? En Lucas 2: 32  “Él será una luz que alumbrará a todas las naciones, y será la honra de tu pueblo Israel” (TLA). Zacarías habló bien de una persona que había esperado por mucho tiempo

¿Por qué decir algo bueno de alguien y por qué decirlo a esa persona?

Porque les hacemos creer algo que ellos no creen.

Porque les hacemos ver lo bueno que hay en ellos.

Porque se pueden formar amistades profundas y duraderas.

Porque levantamos la moral de las almas solitarias.

No es que mintamos al decir algo bueno de alguien, si realmente somos sinceros veremos algo bueno como por ejemplo: los zapatos que se pone y que le queda con su ropa o la gorra que usa o la falda o su sonrisa y podemos decirle de manera intencional “oye, me gustas como te vistes” “tu gorra está chévere, donde la compraste” “tienes una bonita sonrisa” y al ser sinceros esa otra persona no cambia sino que nosotros transformamos la manera en la que le o les percibimos.