Identidad
El día en que pongan tu lápida ¿Qué te gustaría que diga en ella? Esta pregunta la escuche hace 10 años, en ese entonces tenía 20 y mi respuesta fue: “ Doctora Daniela, buena hija, madre abnegada, excelente esposa.” Lo interesante es que si el día de hoy moriría, ya ninguno de esos adjetivos me definiría. ¿Cuál es mi identidad ahora? ¿Hay alguna diferencia entre la identidad en Cristo y la identidad fuera de Él? Pues mi conclusión es que sí, y de eso voy a escribir en este pequeño artículo.
Durante 7 años fui hija única, así que fue muy fácil tener seguridad en mí misma, el mundo giraba a mi alrededor, era el tesoro de papi y mami, tenía toda su atención para mí y eso me hacía sentir que mi mundo era compleo, para eso había nacido, ser una niña mimada era mi identidad. Mi castillo se derrumbó un 20 de Octubre, había esperado que me recojan de la escuela y nadie llegaba, hasta que apareció mi tío y lo primero que dijo fue “ya nació tu hermanita”… recuerdo muy bien como mi corazón empezó a sentir celos, ¿ahora quién soy? Aunque en ese momento no entendía lo que pasaba, ahora recuerdo ese evento como uno de los escenarios en que mi corazón empezaba a construir altares con dioses falsos. Ok, si no podía ser la mejor hija, iba a ser la mejor hermana para mis dos hermanitas. Fui creciendo y fui agregando más características a mi currículum “buena estudiante, buena en el fútbol, buena amiga, buena doctora, buena catolica, etc” Y así tenía mi identidad basada en todo lo que lograba alcanzar con mi desempeño.
A mis 17 años un día me desperté y nada tenía sentido, tenía cansancio de vivir que se hizo evidente en intentos de suicidio, nada de lo que hacía o había hecho tenía sentido. Todo parecía desmoronarse ante mis ojos, mis padres se habían divorciado y yo había perdido mi mundo perfecto. ¿Quién soy ahora? De nuevo volvió la pregunta. Conocí una familia cristiana que era muy diferente a lo que había visto antes, así que quería verme como ellos. Hablar como mi amiga, vestir como sus hermanas vestían, cantar lo que cantaban y orar como oraban. Esa sería mi nueva identidad… ser una persona religiosa, portadora de la unción, sería mejor que otros porque era parte de la gente que Dios ama y bendice, que más se podía pedir. Ahora habían nuevas características que formaban mi identidad “hermanita, ungida de Dios, líder de misiones, líder de las chicas en el grupo de jóvenes, cristiana ferviente” podías ver cómo flotaba en una nube, porque era perfecta para el trabajo… Dios no se había equivocado, yo era la mejor adquisición que pudo obtener. Tenía una nueva identidad externa, pero mi corazón seguía igual que esa niña de 7 años que nació para recibir lo mejor de lo mejor para sí misma.
Cumplí 23 años y me di cuenta que seguía vacía, ya no quería esa identidad de chica de iglesia. Necesitaba algo más, así que hablé con mi pastora y le dije… me voy a tomar un año para ser normal, quiero enamorarme, aprender a bailar, saber qué se siente estar ebria y tener la vida que todos mis amigos en la universidad disfrutan, yo quiero ser “normal.” Un año después tenía una nueva identidad “alcoholica, mentirosa experta, rebelde contra Dios” había encontrado el dolor más profundo en mi deseo de encontrar esa identidad que el mundo aplaude, y que mi corazón anhelaba. Fue ahí cuando Él me encontró… y al igual que a la mujer Samaritana (Juan 4: 5-26), confrontó mi corazón, expuso mi pecado con su santidad, me ofreció el agua de vida que es Él mismo, y me dio una nueva identidad en Él.
Pues para mí, el vivir es Cristo y el morir es ganancia.
(Filipenses 1:21) (LBLA)