El dolor que causan las palabras hirientes
En mi infancia mientras crecía, siempre fui el más pequeño de la clase y eso me frustró mucho.
Era el último escogido para ser parte de los equipos deportivos y de otras actividades. Además fui el blanco de burla de mis compañeros. Ya que mi estatura jugaba en mi contra, aprendí a defenderme de otras maneras, especialmente usando palabras.
Lo que me faltaba en talla y fuerza, me sobraba en elocuencia. Cuando me sentía amenazado o se burlaban por mi talla, usualmente respondía con palabras crueles, hirientes que hacía que los otros chicos se burlen del que me atormentaba y de esa manera yo salía ileso.
Como adulto, ahora entiendo el dolor que causan las palabras hirientes. El daño es mucho mayor que un ataque físico. Desafortunadamente, muchos de nosotros nunca aprendemos esta verdad. Por esto, el bullying sea físico o verbal, se convierte en un patrón de comportamiento adulto.
La vida de José nos brinda excelentes lecciones. Sus hermanos le atormentaban porque sentían que era (y en realidad así fue) el preferido de su padre. José reaccionaba con imprudencia contándoles sus sueños en los que él aparecía como superior. Si bien, había verdad en esos sueños, José los usaba para su vanagloria.
Eventualmente sus hermanos se cansaron y lo vendieron como esclavo. Aunque la historia termina con reconciliación, los hermanos de José y el padre vivieron mucho tiempo con arrepentimiento, decepción y dolor. Y pensar que todo esto pudo haberse evitado si no se hubieran faltado al respeto entre ellos.
Sin importar si somos víctimas o agresores, nuestro trato a los demás siempre debe reflejar la compasión y la paciencia de Dios mismo. El siempre ha soportado nuestro maltrato. Ha devuelto nuestro desamor con amor y misericordia. Y si representamos a Dios en la tierra y a su Reino, no podemos hacer nada menos que eso.