Cuando escuchamos la palabra herencia viene a nuestra mente dinero, propiedades, posesiones o riquezas. Muchos seres humanos pasan sus vidas trabajando sacrificialmente para dejar algo de fortuna a sus hijos; y el querer dejar algún bien a la familia después de la muerte es un deseo bueno, y también bíblico, sobre todo si tomamos en cuenta que nuestro día a día se desenvuelve en un mundo difícil y consumista. Pero nos hemos puesto a pensar conscientemente, ¿cuál es el mejor patrimonio que una persona puede recibir? o; ¿cuál es el más valioso galardón que podemos ofrecer a los seres que amamos?
“No acumulen para sí tesoros en la tierra, donde la polilla y el óxido destruyen, y donde los ladrones se meten a robar. Más bien, acumulen para sí tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el óxido carcomen, ni los ladrones se meten a robar”. Mateo 6:19-20 NVI
La Palabra de Dios nos enseña que existe una herencia que no se corrompe o desgasta; que la polilla de la avaricia, el pecado o el odio nunca echarán a perder; una herencia pura y perdurable. Los hijos de Dios somos herederos de Dios, y coherederos con Jesús (Ro. 8:17). Por lo tanto, al ser herederos significa que los hijos de Dios no hemos recibido todavía esa herencia prometida: la salvación plena o vida eterna. ¿Cuándo recibiremos esa vida eterna? Pablo dijo que esta vida eterna es la meta de la vida del cristiano: «…tenéis por vuestro fruto la santificación, y como fin, la vida eterna» (Ro.6:22). El Señor Jesús fue bien claro al enseñar que la vida eterna no es algo que ya tengamos ahora los creyentes, sino algo que recibiremos en el futuro, en el siglo venidero (Lc.18:29-30). Por lo tanto, los que creemos en Jesucristo tenemos la vida eterna adjudicada por la fe (1Jn.5:13), esa es la herencia que Dios Padre tiene preparada para sus hijos.
Entonces, nuestra mejor herencia trasciende lo corpóreo, y es eterna. Está en la esfera espiritual para disfrutarla junto a nuestro Señor, Dios y Salvador. Y el poder pasar este privilegio a nuestros seres amados, es parte del mejor legado que podemos ofrecer, es la mejor herencia que podemos pasar, sabiendo que a quienes compartamos del amor de Jesucristo y lo acepten en su vida y corazón también heredarán la vida eterna en el siglo venidero donde ya no habrá muerte, ni llanto, ni lamento ni dolor (Ap. 21:4).