En la escuela fui el niño más pequeño de mi grado. Solía ser el último elegido para ser parte de los equipos deportivos, y no pocas veces era el blanco del acoso de niños más grandes. No había mucho que pudiera hacer físicamente; yo era pequeño. Pero pronto descubrí cómo podía defenderme: una lengua viperina. Los niños que me hacían pedir misericordia en una pelea, se retirarían más tarde, luchando por no llorar porque una de mis palabras había lastimado profundamente su corazón. Me sentía tan bien al poder defenderme.
Cuando era niño no tenía idea de la profundidad del dolor que estaba causando. Ahora, como adulto, lamento esos ataques verbales. Esas heridas pueden tomar una vida para sanar. Afortunadamente, la gracia de Dios me ha ayudado a evitar emitir esos ataques verbales.
Las palabras son importantes. Mis habilidades verbales pueden ofrecer esperanza y sanidad, pero también causar destrucción. Aprender a hablar bien, pensar en lo que decimos y cómo lo decimos, nos ayuda a decir palabras que alientan, dan esperanza y reflejan el amor de Dios.
Pablo animó a la iglesia a que sus conversaciones sean “agradables y cordiales” (Col.4: 6). Al igual que un chef elige cuidadosamente sus ingredientes, también debemos preparar y emitir palabras atractivas y sabrosas y evitar las palabras chatarras. Contextualmente, Pablo se está refiriendo a nuestras conversaciones especialmente con incrédulos. Lo que decimos puede atraerlos o alejarlos del Evangelio.
Y, al igual que un chef comprometido con su arte culinario, hablar bien requiere aprendizaje, esfuerzo y práctica. Un momento de pausa antes de hablar, incluso la opción de permanecer en silencio puede marcar la diferencia entre una flecha que perfora o una palabra que deleita.