Cuando te pido que me escuches, ¡Escúchame!
Cuando te pido que me escuches y al instante me sueltas tu opinión, no estás haciendo lo que te pido.
Cuando te pido que me escuches y me interrumpes para decirme que lo has comprendido todo, temo que no hayas comprendido nada.
Cuando te pido que me escuches y te declaras en desacuerdo con lo que siento, desdeñas lo que estoy viviendo.
Cuando te pido que me escuches y me dices que habiendo vivido la misma experiencia has podido superarlo, me hundes en mi obsesión de no poder salir de aquí.
Cuando te pido que me escuches para contarte lo mal que me siento, ahórrate, por favor, la más inoportuna de tus respuestas: “¡No te falta nada para ser feliz!”, porque yo siento en ese momento, que sí me falta!
Cuando te pido que me escuches, no es para que te compadezcas, y menos todavía para que me juzgues, para bien o para mal. Trata de estar ahí sencillamente, acogedor y disponible, porque ya nadie más me muestra su bondad ni me dedica su tiempo en estos días.
Cuando te pido que me escuches, ¿para qué hacerme tantas preguntas? Lo que más estimo es la posibilidad de poder decirte lo que tengo ganas de expresar y no lo que a ti te gustaría oír.
Cuando te pido que me escuches, no te dejes distraer por la preparación de una respuesta. Lo único que me hace falta es tu presencia silenciosa, intensamente atenta. Si te pido que me escuches, es porque una oreja amiga me ayuda a ponerle palabras a mi malestar. Hablándote, puedo organizar mi pensamiento, avanzar y mejorar en la comprensión de mis dificultades.
Así pues, no es necesario que hables tanto. Simplemente, con todo tu corazón y toda tu inteligencia, ¡escúchame!
Cuando te pido que me escuches, de corazón…. ¡escúchame!