Una muñeca rota, un avión no compartido, una mueca de desagrado o una palabra de rechazo, no bastaba para dejar de amar, para guardar rencor en el corazón y no perdonar jamás. La infancia tiene sus propias maneras de ver, pensar y sentir.

Por más memoria que entretejí no recuerdo haber albergado odio alguno en mi niñez; tal vez temor, pero odio nunca. Las riñas, las palabras hirientes, las malas caras entre hermanas, primos, amigos o compañeros contemporáneos, pasaban en cuestión de minutos y seguíamos con la magia de conquistar la vida entre juegos y aventuras. La lealtad fluctuaba por la conveniencia de la querella pero a la final todos disfrutábamos de la cercanía del otro, sin hacernos verdadero daño.

¡Qué tiempos aquellos donde la infancia era la bandera para amar y perdonar! Ahora que hemos dejado de ser niños el desafío de ser como ellos nos queda grande. Jesús en libro de Mateo menciona que el reino de los cielos es de quienes son como los niños. Y es que los niños en su temprana edad y en su inocencia natural, no conocen los vicios y pecados que nosotros los adultos ya albergamos dentro.

Entre más crecemos, más complejo nos es amar y perdonar. El mundo nos va amoldando y alejando de ese estado de bendición en el que Dios nos guardaba cuando éramos niños; y a manera de protección o por puro orgullo edificamos fortalezas erróneas que son impedimento para poder perdonar y amar a alguien, sobre todo a alguien que no lo merece, según nuestro juicio.

Perdonar y Amar a quien nos ha herido, a quién ha levantado mentiras contra nosotros, a quien nos ha causado un gran daño, o a quien nos ha jurado cuidarnos, amarnos bajo pacto… y no lo ha hecho…, es complejo; pero no imposible. Tal vez no podamos lograrlo con la facilidad que perdona y vuelve amar un niño; pero con ayuda del Espíritu Santo que mora en nosotros el dolor desaparece y nos da la certeza de que el verdadero gozo radica en el nivel de intimidad, de cercanía que experimentemos con Jesús.