Jesús estaba en el templo observando cómo la gente echaba sus ofrendas. Muchos daban grandes cantidades, pero una viuda pobre se acercó y dejó solo dos monedas pequeñas.
A simple vista, su aporte no cambiaba nada. Pero Jesús se conmovió y dijo: “Esta viuda ha dado más que todos los demás, porque ellos dieron de lo que les sobraba, pero ella, en su pobreza, dio todo lo que tenía para vivir.”
Esa mujer no dio desde la abundancia, sino desde la fe.
Y a veces, dar duele justamente por eso: porque implica soltar algo que hoy, puede ser mi todo.
Dar paciencia a un niño cuando estás cansado, dar la milla extra cuando otros no se esforzaron, dar un plato de comida cuando quizás tu refrigerador está más vacío que lleno.
Pero en ese lugar de entrega, Dios se mueve. Él no mide lo que damos, sino cuánto de nosotros hay en lo que entregamos.
Cada vez que damos, aun con lágrimas, nuestro acto se vuelve una semilla.
Y aunque tal vez nadie lo vea, el cielo sí lo nota. Así que si hoy dar nos cuesta, no nos frenemos, porque lo que se entrega con fe, aunque duela, siempre florece.
 
								


