Roberto y María se sentaron en nuestra sala de estar. Sus rostros tensos por la ira, trataban de sonreír a mi esposa y a mí, en un vano intento de ocultar su frustración. Me preguntaba si tendríamos una conversación real o si esto se convertiría rápidamente en una pelea. No pasó mucho para darme cuenta que el matrimonio se había terminado. No porque Roberto y María pelearan con frecuencia, no porque hubieran decidido separarse, sino porque habían llegado a la conclusión de que la reconciliación era imposible.

Unas semanas más tarde, su hijo adolescente se emborrachó y murió en un accidente automovilístico. Cuando supe lo que sucedió, me sentía enojado porque sus padres habían renunciado a su matrimonio. Mientras estaba junto a Roberto y María en el funeral de su hijo, me preguntaba cómo pudieron haber sido las cosas si hubieran sabido que la vida de su hijo estaba por llegar a un final trágico.

No es de extrañarse, entonces, que Dios haya llegado a tales extremos para reconciliarnos con Él. Tampoco es de extrañarse que la Biblia ponga tanto énfasis en la reconciliación. Pablo dijo: «De modo que se toleren unos a otros y se perdonen si alguno tiene queja contra otro. Así como el Señor los perdonó, perdonen también ustedes”. (NVI).  Las relaciones rotas siempre tienen un costo oculto e imprevisto.

Por difícil que sea la reconciliación, las consecuencias de mantener relaciones no reconciliadas son mucho, mucho más difíciles. Comprometámonos a perdonarnos unos a otros, a ser pacientes con los demás y a restaurar las relaciones quebrantadas.