Cuando yo era niño, hablaba, pensaba y razonaba como un niño; pero al hacerme hombre, dejé atrás lo que era propio de un niño, dijo el apóstol Pablo. El “cuando” al parecer sugiere que Pablo estaba recordando su propio bar mitzvah, la ceremonia judía señalando su reconocimiento público como un adulto, que se hacía responsable del cumplimiento de la Ley Mosaica.
La enseñanza de Pablo poniendo de manifiesto su propia experiencia es motivarnos a que nosotros debemos hacer una marca en nuestras vidas que sea un referente visible de cambio y madurez.
El reto de cada hombre es madurar, cambiar y avanzar. Para saber si lo estamos logrando Pablo usa una medida: el amor. Más allá del sentimentalismo que la cultura asocia con el amor, la verdadera medida del mismo se basa la práctica de virtudes como la paciencia, la ternura, la humildad, el compromiso y la perseverancia. Estas virtudes marcan también el escenario de relaciones interpersonales donde se deben evidenciar.
El cambio hacia la madurez no es sencillo, requiere esfuerzo y hasta sacrificio; además tiene que ser reconocido por otros, requiere un aval social. Sin embargo, cuando asumimos el reto y nos desafiamos caminar en ese proceso de madurez, el resultado traerá bendición por generaciones, incluso con proyección hacia la eternidad. El llamado a ser un hombre de verdad implica una repuesta, de nuestro lado, frente al reto de vivir las virtudes del amor de Dios.