La fortaleza de una iglesia no está en sus edificaciones, sino en la calidad de relaciones entre sus miembros.
La cuarentena nos ha demostrado que podemos ser iglesia y seguirnos congregando aunque no compartamos el espacio físico. Ha evidenciado que muchas iglesias estaban demasiado enfocadas en el edificio, en las reuniones en un mismo lugar, en la dependencia de un par de líderes y ha sido esta crisis la que nos obliga a mirar más allá del templocentrismo (usar el edificio del templo como eje) y pensar nuevamente en un cristianismo y en una iglesia en la que la gente es la protagonista.
Una iglesia a prueba de cambios es aquella que vuelve su mirada al libro de Hechos y recuerda que es en familia y entre amigos que se construye la red que contiene a los creyentes y a los nuevos interesados. Es aquella que deja de exaltar ciertos ministerios, que invierte más en educación que en elementos de show, que invierte en sus adolescentes y jóvenes.
Una iglesia a prueba de cambios va más allá de la cáscara y busca el verdadero fruto, generar una comunidad de discípulos.
Descascaremos nuestra manera de hacer iglesia y entendamos que mucho de lo que consideramos esencial no lo es: pantallas, sillas, sistemas de sonido, todo eso es adicional. Lo esencial es tener una comunidad fuerte