En un campamento de verano, el invitado quien era un consejero juvenil se dirigió al grupo de adolescentes y luego de hablarles sobre la importancia de aceptarse a uno mismo, hizo una dinámica.
Les pidió, en primer lugar, que cerraran sus ojos para que no haya distracciones. Luego les dijo que coloquen su mano en aquella parte de su cuerpo que no les gusta o les desagrada. Al inicio era un poco incómodo para esos adolescentes porque nadie quería hacerlo.
Pero tímidamente empezaron a mover sus manos. Uno de ellos la puso en su nariz. Otra chica tocó su cabello. Alguien más colocó sus manos en sus piernas, otro lo hizo en su boca…
Luego el consejero dijo que repitan: “soy especial para Dios, El me creó… no me gusta esta parte de mi cuerpo, pero quiero aceptarme tal como soy y quiero que aceptar tu amor”. Muchos jóvenes lloraron cuando lo hicieron, pero aquella ocasión sin duda fue un tiempo que liberó a muchos adolescentes.
Muchas veces nosotros nos juzgamos duramente, convirtiéndonos en nuestros propios verdugos al condenarnos por la figura que tenemos. No nos aceptamos por el tamaño de nuestra nariz, la forma de nuestro rostro; porque somos más bajitos, gorditos; con mucho o poco cabello…
Valdría la pena hacer esta dinámica que practicaron estos jóvenes y pedirle a Dios que su amor cambie nuestros pensamientos para amarnos por lo que somos.
Es verdad que la sociedad se ha encargado de ponernos cientos de estereotipos. Provocando mayor falta de identidad y de un concepto distorsionado de la belleza y la aceptación.
Sin embargo, levantemos nuestra mirada, mirémonos al espejo de Dios y digamos: gracias porque soy tu hija (o). La obra que empezaste en mi vida no la dejas incompleta… Soy amada por ti y soy tu especial tesoro…
Es mejor llenar tu mente con la verdad de Dios que con la distorsionada mentira de la sociedad.
John Varela