“No se inquieten por nada; más bien, en toda ocasión, con oración y ruego, presenten sus peticiones a Dios.” – Filipenses 4:6
Mamá, tus oraciones me formaron. Fueron una cuna invisible que me sostuvo más veces de las que crees.
Oraste cuando yo ni sabía que necesitaba oración. Oraste cuando te rompí el corazón con mi indiferencia, cuando me alejé, cuando tu consejo ya no me importaba. Pero no dejaste de orar.
Recuerdo tus rodillas dobladas, tus susurros en la cocina, tu Biblia abierta con mi nombre escrito en los márgenes.
Tus oraciones me hicieron preguntarme muchas veces: ¿mi mamá es débil? ¿no sabe qué hacer? ¿por qué siempre busca a Dios?
Y sí, la respuesta fue sí. Tenía una mamá débil. Y por eso mismo buscabas a un Dios fuerte.
Verte rendida me enseñó a rendirme. Verte orar me enseñó a confiar.
Hoy, si decido mirar al cielo, es porque una madre intercedió primero.
Mamá, tus oraciones no son en vano. Aunque no siempre lo ves, Dios está obrando en tus hijos. Con tus oraciones les enseñas, que la verdadera fuerza de una madre está en sus rodillas.