He experimentado distintos tipos de dolor; y ninguno se compara con aquel que te destroza el corazón por una pérdida emocional o física. El mundo se viene encima como una avalancha que te aplasta sin compasión, viviendo un nocaut temporal; y cada que intestas reaccionar, el oponente te engancha un uppercut, seguido de un derechazo que te avisa que el round una vez más terminó.
Y ahí, con el dolor latente, en el ring de la vida tenemos dos opciones; quedarnos sumidos en la herida hasta que nos lleve a la incapacidad total de nuestros sentidos y termine con la muerte definitiva de nuestra felicidad, o levantarnos agradeciendo a Dios por lo aprendido. Ver a quienes nos hicieron daño como los maestros que fortalecieron ciertas áreas de nuestra vida, y que nos llevarán a pelear con estrategias diferentes, acertadas y efectivas en la batalla de la vida.
Pero claro, quien nos levanta del lago de dolor y la tristeza, con miras a experimentar un gozo inagotable que no lastima, es Jesucristo. No hay nada igual a sus manos sanadoras, sus palabras de aliento y su toque de amor sincero. En el silencio de una relación, sumida en estrecha intimidad, él sana, cura y seca las lágrimas del alma.
Cuando la intervención de divino y perfecto amor es el que nos sostiene; ahí podemos sonreír en medio del dolor, ahí podemos avanzar en medio de la tristeza, ahí podemos gozarnos en medio de la herida y amar aunque hayamos recibido lo contrario.
Los rounds de dolor jamás terminarán en la vida mientras caminemos en este mundo; pero son más llevaderos y menos dolorosos cuando miramos a Jesús, tomamos su mano y avanzamos con fe sin ver las circunstancias.