Hace poco leí una publicación en el internet que decía: Soy Gerente de familia, Cocinera, Maestra, Niñera, Enfermera, Psicóloga, Cajero Automático; y estoy de guardia los 365 días del año, las 24 horas. ¿Adivina quién soy? Soy Mamá.

Ser madre no es tarea sencilla pero sí la más satisfactoria. Claro que todas estas funciones que desempeñamos no tendrían sentido alguno si no lo haríamos por y con amor.  Aquel amor que nos mantiene despiertas cuando nuestra hija tiene fiebre de 39; aquel amor que hace aflorar en nosotras toda esa creatividad al elaborar aquel traje de árbol para que luzca nuestro hijo en la obra de la escuela.  El amor por ellos es inmenso y despierta lo mejor en nosotras.

Ese tipo de amor que solo lo puede comprender quien es madre, no viene al azar, es el don del amor otorgado por Dios; y de ahí nace para nosotras las madres, la necesidad imperiosa de transmitir a nuestros hijos el perfecto amor de Dios.

Admiro la historia bíblica que está en el primer libro de Samuel capítulo 1; la historia de Ana, mujer estéril, que derramó su corazón a Dios y le dijo: “Si me concedes un hijo, te lo entregaré a ti”.  Al año siguiente Ana tuvo un hijo y lo llamó Samuel.  Ana lo crió hasta cuando su hijo podía comer alimento sólido.  Es allí cuando ella junto con su esposo va a Jerusalén a ofrecer sacrificio a Dios.  Y no solo eso, ella llevó a su hijo Samuel y cumplió lo prometido a Dios; es decir, entregó a su pequeño Samuel al servicio de Dios.

Como madres tenemos muchas labores diarias, dentro o fuera de casa. Pero quien puede responder a nuestras múltiples peticiones maternales es Dios. Nuestros hijos son un regalo de Dios, por lo tanto nuestro mayor privilegio es enseñarles los secretos del amor de Dios; así cuando llegue el momento y deban salir de casa, sepan quién es el dador de vida, de amor y lo sirvan.

Para nosotras las madres, de entre todas la multifunciones que podemos desempeñar la más importante y esencial es ser ese vehículo que ancle el corazón de nuestros hijos con el corazón de Dios.