Las personas se encargan de elevar a sus personajes, ponerlos en pedestales, colocarlos en lo más alto para ser admirados. “Yo quisiera ser como tal”, “quisiera orar como tal”, “quisiera predicar como tal”, pero si algo recuerdo de las estatuas de barro es que se quiebran con los golpes y se rompen al caer.
Con los años me di cuenta que los héroes que tenía no eran tan heroicos como parecía. Había una conversación ocasional en el círculo cristiano y era la del ministro que había caído en pecado. “Caer en pecado” frecuentemente significaba que traicionó a su esposa o que embarazó a su novia. A muchos eso les decepcionaba, les desilusionaba muchísimo y gracias a Dios en ese tiempo no habían redes sociales, porque así no podían atacar al que había cometido un error.
Quizá me desilusionaba porque entendía que son humanos también, y no semi dioses como a veces los imaginamos. Con el tiempo me di cuenta que somos héroes de barro y que lo que más importa de las personas no es lo que aparentan, sino lo que son.
Ese cantante que admiras, ese pastor que te impresiona, ese líder que parece bajado del cielo, todos son héroes de barro. Yo no gozo de la fama de otros, pero aún así tengo que lidiar con los comentarios cuando me equivoco, cuando se comprueba que soy un ser humano.
¿La ventaja de ser un héroe de barro? Que aunque otros nos lancen del pedestal, o si caemos, nos quebremos y nos rompemos, tenemos un Dios que sabe trabajar desde cero, que sabe trabajar con las cenizas, con el polvo que fuimos y que somos. No somos más que eso, polvo compactado. Polvo fuimos y al polvo volveremos, siempre y cuando estemos en las manos de Dios, podremos ser reconstruidos nuevamente.
Yo me dirigí a la casa del alfarero, y lo encontré trabajando sobre el torno. 4 La vasija de barro que él hacía se deshizo en su mano, así que él volvió a hacer otra vasija, tal y como él quería hacerla
Jeremías 18:3-4