Cuando tenía unos 6 años de edad estuve de paseo en la playa, recuerdo que tomamos una embarcación pequeña y fuimos a alta mar. Estaba muy entusiasmada pero debo reconocer que de niña era muy inquieta y todo el tiempo estaba en movimiento. En un momento determinado pisé mal, me resbalé y terminé en el agua. La persona que manejaba la embarcación se lanzó y me sacó enseguida. Pero estos segundos fueron suficientes para asustarme y que me sintiera renuente a aprender nadar.
Cuando tenía unos 9 años como era costumbre de cada fin de semana visitamos a mis abuelitos que por cierto vivían cerca de un río, así que mis primos y yo decidimos ir a refrescarnos allá. Lo hacíamos siempre pero aquel día sin darme cuenta acabé en una profundidad que sobrepasaba mi estatura. Recuerdo que estuve a punto de entrar en pánico, mis primos estaban lejos así que tenía que hacer algo. En mi angustia por salir y tras tragar mucha agua decidí sumergirme apropósito hasta topar el suelo con mis pies e impulsarme hacia arriba en dirección a la orilla, pequeños saltos con fuerza uno a la vez lograron sacarme del problema en el que me había metido y vivir para contarlo.
Hace poco estaba meditando en este incidente y en como a lo largo de nuestras vidas nos encontramos en situaciones difíciles y abrumadoras donde la decisión que tomemos puede cambiar todo. A veces el peso de nuestra decisión es mucho pero debemos recordar que Dios está con nosotros y que con su dirección podemos salir. Decidamos de su mano usar el peso de la prueba para salir y no que ese mismo peso nos arrastre a las profundidades.