Toy Story se ha convertido en una fuente de reflexiones que me han llevado hasta las lágrimas.
Andy es un niño que cada vez que recibe un juguete, escribe su nombre en su zapato. Eso lo hace con Woody, con Buzz, con Jessie. Para nosotros es un gesto de etiquetado: pongo el nombre para que no me roben o si se pierde sepan a quien devolver. Pero el nombre en el zapato va más allá.
Cuando Buzz Lightyear llega a la juguetería, se encuentra con cientos de muñecos idénticos a él. Parecería que nada lo diferencia, incluso podríamos decir que los nuevos son mejores, pero hay un detalle que él tiene y los demás no: tiene un nombre en su zapato.
El nombre en el zapato le da pertenencia, por lo tanto, identidad. Sana el pasado, te ubica en el presente y te brinda un futuro.
En Toy Story 2, Woody se siente menos valioso que antes. Se entera que hay un coleccionista en Japón que quisiera tenerlo para que todos le admiren en un museo. Miles de personas mirándolo, fama, y el vaquero se deja seducir, como nos pasa a nosotros. ¿Cuántas veces hemos salido corriendo a buscar ofertas que nos hagan sentir mejor, personas que afirmen nuestra autoestima lastimada? Woody lucha con esto hasta que revisa su zapato y se da cuenta que tiene un nombre, hay alguien a quien le importa de verdad, que cuida de él.
La vaquera Jessie vive sumida en el dolor. Fue abandonada por su dueña, en una caja en medio del camino. Cree que a nadie le importará jamás, hasta que es recibida por Andy y su hermana, quienes ponen un nombre en su zapato. Su pasado es restaurado, su presente se afirma y le brinda una oportunidad, sí, como el versículo en el que Dios nos recuerda que él nos quiere dar un futuro y una esperanza.
Un lugar al cual volver, una familia, identidad y propósito, confianza de saber que aunque nos perdamos, alguien nos va a buscar, es todo lo que tenemos cuando entendemos que Dios ha escrito su nombre en nuestro zapato.