Hoy a propósito de nuestra conversación sobre el amor en el corazón de la mujer, vamos a detenernos ante el retrato de una bella mujer. No conocemos su nombre y muy poco de sus orígenes, pero tenemos mucha información de su cuerpo y apariencia.
En un libro como la Biblia, tan renuente de dar descripciones fisiognómicas o antropomórficas, el caso de la sulamita es una grata excepción. Nuestra invitada es la figura mejor dibujada de la Biblia, aunque teñida por la subjetividad de los ojos del amor.
La sulamita era alta y delgada, de silueta elegante y ágil, que daba la impresión de una palmera (7:7), donde sobresalía sus atributos y las curvas refinadas de sus caderas. Morena, con su tez tostada por el sol, ya que fue obligada por sus hermanos a trabajar en el campo (1:5-6).
La característica principal era su mirada sutil y ligera, con grandes pestañas, comparables a las alas de “paloma” donde sus ojos celestes irradiaban una dulce serenidad. “Sus ojos, palomas junto a los arroyos de agua, bañadas en leche, en pleno reposo”. Por eso el novio la llama cariñosamente, en su intimidad, “palomita mía”
Impresionaba sus cabellos rizados, que se movían graciosamente por la brisa del campo, pareciendo “cabritos que retozan por los montes de Galaad”, que cuando el sol brillaba parecían “hilos de púrpura”. Sus labios eran rojos, como “escarlata”, igual que sus mejillas, que parecían “gajos de granada”. La sonrisa era contagiosa; dejaba ver unos dientes blanquísimos, en perfecta armonía. Tenía la nariz respingada, el cuello muy blanco y elevado, como “una torre de marfil”.
En fin, la sulamita, era una criatura encantadora y bellísima, cuyo delicada feminidad, inflamada por los efluvios del amor romántico, exhalaba una fragancia deliciosa de “perfume de manzanas”. A los ojos de su novio, era la reina de la belleza, superando grandemente a cualquier otra dama, pues exclamaba en su elogio. “Mi amada es, entre las mujeres, como una rosa entre los espinos”.