Nos gusta que la vida tenga sentido, sea estable y previsible. Sin embargo, un vistazo rápido de la escena mundial, desafía esta realidad. Los gobiernos cambian. Las economías cambian. Los valores sociales y morales cambian.

En la actualidad hay más refugiados en el mundo que lo que hubo en la Segunda Guerra Mundial. Y estos cambios, caos y confusión no solo suceden: «allá». Parece que todo está bajo amenaza; todo lo estable está en riesgo.

No estamos solos en estas experiencias. Desde el principio de los tiempos, el pueblo de Dios ha enfrentado constantemente la confusión y el caos. Consideren a los antiguos judíos que fueron llevados al cautiverio babilónico. ¿No les había prometido Dios una tierra en la que vivirían con seguridad perpetua? Pero ahora se encontraban desplazados y, peor aún, los profetas les dijeron que vivirían en Babilonia por mucho tiempo. (Jeremías 29: 4-7) O cuando los discípulos pensaron que iban a ahogarse en una tormenta (Marcos 4: 35-41), y cuando huyeron al saber que Jesús iba a ser crucificado.

En cada caso, para el pueblo de Dios y para los discípulos, nada tenía sentido. Sus mundos parecían colapsar a su alrededor. Sin embargo, mirando en retrospectiva, sabemos que no fue así. De hecho, el caos sirvió para que los propósitos de Dios se cumplan y para fortalecer a aquellos que vivieron tiempos difíciles.

Salomón nos dice que debemos aceptar el modo en que Dios hace las cosas.  Él permite todo para que le temamos (Ec 7: 13-14). Sabemos que nuestro Dios no espera que entendamos o expliquemos la confusión en la que vivimos (Isaías 55: 8); Su única expectativa es que aceptemos Su amor y bondad y confiemos en Él. (Salmos 119: 65-72). Dios no está en peligro. Dios no está bajo amenaza. Él es el motor de la gente, el que calma las tormentas y el Señor resucitado de toda la creación (Colosenses 1: 15-17).