Palabras van, palabras vienen. Podemos decir los versos más hermosos cuando sentimos que el amor invade nuestro pecho y hay otros momentos donde estallamos con epítetos dañinos solo por furia. Hay situaciones que nos llevan a exaltar a una persona y otros por dolor a compartir solo los momentos negativos. ¿Cuánto de lo que decimos realmente conviene? ¿Cuánto de lo que hablamos realmente edifica? ¿Cuánto de lo que expresamos nos ancla a cosas que nos aparta de lo correcto?
Las palabras equivocadas causan grandes lesiones en el alma, que quedan como marcas grabadas para el resto de la vida. Es como aquella historia de la almohada, que al abrirla y regar sus plumas por toda la ciudad jamás se podrá recuperar por completo su contenido; abra alguna siempre por ahí suelta.
Antes de emitir palabra alguna, debemos hacer el esfuerzo de procesar el contenido por un análisis rápido: ¿Es de beneficio lo que voy a decir?; ¿va a edificar a la persona que lo escuchará? ¿Será de bendición para la persona a la que involucra? ¿Cuál es el fin de lo que voy a decir? Y si estamos en un momento de cólera, mejor es callar, pedir disculpas y salir a caminar, antes de causar heridas profundas.
Tengamos presente lo que el libro de Santiago nos dice sobre la lengua: “Lo mismo pasa con la lengua; es una parte muy pequeña del cuerpo, pero es capaz de grandes cosas. ¡Qué bosque tan grande puede quemarse por causa de un pequeño fuego! Y la lengua es un fuego. Es un mundo de maldad puesto en nuestro cuerpo, que contamina a toda la persona. Está encendida por el infierno mismo, y a su vez hace arder todo el curso de la vida”.
Desde luego, no dejamos de usar el fuego tan solo porque podría quemarnos. De igual manera, no vamos a dejar de hablar tan solo porque podríamos herir a alguien con nuestras palabras. Lo importante es mantener el control. Si controlamos el fuego, nos sirve para cocinar, calentarnos o ver en la oscuridad. Si controlamos la lengua, nos servirá para alabar a Dios, servir al prójimo y ser de bendición.