Pocas cosas en la vida causan más dolor o arrepentimiento que las relaciones quebrantadas.

Hace unos meses atrás, asistí al funeral de mi tío y entre sollozos ocasionales, pero tranquilos abrazaba a mis primos mientras nos despedíamos de mi tío.

Estoy viviendo esa etapa de la vida cuando, con demasiada frecuencia, parece que la generación más antigua de nuestra familia está pasando a la eternidad.

Mientras compartíamos nuestra pena juntos con mi familia, alguien dijo: «Debemos estar seguros de vivir sin remordimientos unos con otros.» Más tarde, ese mismo día uno de mis primos se acercó a mi papá para decirle «gracias» por un acto de bondad que había ocurrido hace unos 40 años, pero que nunca lo había expresado. Mi primo no quería vivir con el pesar de nunca expresar su gratitud.

A pesar del profundo dolor que causa el arrepentimiento, es asombroso que no procuremos cuidar y mantener relaciones sanas. Ya sea en un «gracias» que no se ha dicho, o en la destrucción completa de una relación, el fortalecimiento y la restauración de las relaciones deben ser una de nuestras más altas prioridades. Mientras más tiempo dejemos pasar sin atender y reestablecer esas relaciones, más difícil resultará reactivarlas y restaurarlas.

El Apóstol Pablo estaba muy preocupado por las relaciones saludables. A la iglesia de Corinto le advirtió sobre las lealtades divididas. La iglesia en Éfeso fue alentada a vivir en unidad. A los filipenses se les recordó que se sirvieran con humildad, unos a otros, así como Jesús se humilló a sí mismo para servirnos. Y a la iglesia en Roma les enseñó a vivir pacíficamente.

No obstante, la instrucción más grande viene de Jesús. Él dijo a sus discípulos que la gente sabría que lo estaban siguiendo por la forma en que se amaban.

Hagamos una pausa y pensemos. Cuando las personas observan nuestras vidas y relaciones, ¿pueden saber que nosotros también somos seguidores de Jesús?