“Más importante que el hombre haya andado sobre la luna, es que Dios anduvo sobre la tierra”, dijo es astronauta Jim Irwin. Ciertamente, ninguna hazaña que el hombre haya logrado en el espacio puede compararse con el milagro de aquel momento cuando Dios salió de la eternidad y entró en este mundo material y temporal por medio de Jesús, concluye el escrito Richar Bennet.
La presencia de Cristo en la tierra no fue un recorrido eco-turístico, ni un ligero vistazo etno-botánico a su creación. Realmente fue un plan de rescate ante el peligro de muerte al que mujeres y hombres quedamos expuestos por un error fatal debido a apetitos excéntricos que llevó a los padres de la humanidad a revelarse contra Dios su Creador.
Dado que la presencia de Cristo entre nosotros es un milagro de amor, tal hecho significa también una invitación tácita de salir a su encuentro y no insistir en ocultarnos de su presencia, como lo hicieron Adán y Eva en el Edén.
Nuestra respuesta a la voz de Dios no puede quedarse en una reacción ambigua, sino en una respuesta concreta y permanente. El hombre se maravilla de haber llegado a la luna, pero ha perdido su asombro ante la maravilla de la visitación que Dios nos hizo por medio de Cristo para traernos una vida nueva.
Una persona desencantada pierde la capacidad de maravillarse ante su propia capacidad de logro y limita su respuesta ante las iniciativas que otros tomen por ayudarle a encontrar nuevos horizontes de salida a su vida; incluso si esta propuesta venga de Cristo. Solo nuestra voluntad rendida al poder milagroso de Dios nos devolverá el anhelo de responder permanentemente ante la maravilla del amor milagroso de Dios por nosotros, que nos lleva a disfrutar y ser realizadores de hazañas por bien propio de los que nos rodean, como ser respetuosos y afectivos, solidarios e íntegros, cuyos efectos pueden ser eternos.